El contoneo de sus piernas blancas, ancladas en cada paso en unos enormes tacones de aguja color ceniza tropical, me pusieron muy nervioso.
La veía venir tan cerca, tan cerca que cuando pasó por mi lado todo mi amor “platánico” enmudeció, la mirada petrificada y la cerveza recorriendo mi palidez hasta los tobillos.
Ya me había pasado otras veces.
Yo, el amor de su vida, ella una perfecta desconocida.
No habíamos cruzado palabra, por cruzar no se cruzaron ni las sombras. Cierto que el tiempo no ayudaba a ello, pero siempre había una posibilidad de que los rayos del sol proyectados sabiamente dibujaran un corazón entrelazando nuestras iniciales en un símbolo helicoide de unión eterna en un cielo cubierto por estrellas a plena luz del día. No fue el caso, estuvo lloviendo tres meses seguidos.
Pero no cejaba en el empeño, envuelto en mi platánico, construía castillos en el aire, imaginaba encuentros fortuitos, y tuitos; planificaba cenas a la luz de las velas, aunque al final acabara a dos velas; recorría millas -por darle un toque inglés-, para verla atravesar las escaleras hacia unos exclusivos almacenes de ropa íntima de marca internacional, diecisiete veces el mismo trayecto para llegar a la hora del cierre, ella siempre aparecía amarrada del brazo de un tipejo de metro sesenta, zapatos blancos y sombrero portugués, al que hubiera matado las diecisiete veces de formas distintas - la imaginación tiende esas posibilidades-, pero mi falta de valor impidieron tal hazaña.
No desesperaba, la desesperación era un recurso de los débiles, siempre trazaba el plan imperfecto para lograr su atención. Y esta vez sí, el destino alió sus deseos con los míos, y sin quererlo ni beberlo, un catálogo de dudosa procedencia, atrapó toda mi capacidad de amar.
"Esperar diez días que su pedido llegará con la total discreción."
Esperé, día y noche esperé, como lo haría un empedernido bebedor suplicando una copa adulterada más, esperé.
El cartero siempre llama dos veces.
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