La conocí en un final de verano, tres días sin sus tres noches, no hubo más. Lo que devuelvo a este relato es mitad ficción, mitad invento, pero suficiente como para eternizar un amor que ahora no existe, para edulcorar una historia de máximos y de mínimos, para decorar un ensueño que se repite cada tres de septiembre.
Desde el inicio sabemos que los paseos por el parque son kilómetros de viajes a ninguna parte, que los besos robados tras los árboles, locuras locas que recorren cada fibra de nuestras manos discretamente enlazadas, que las noches empiezan a las cuatro de la tarde, cuando te espero seguro de que ésta será interminable.
Conversamos de trivialidades, sutilezas y de futuros encuentros bajo los portales de la Plaza Mayor, unas citas que activan la cuenta atrás con fecha de caducidad en el tiempo que no en el sentimiento, que lo nuestro es tan fugaz como el momento, tan perdurable como la Luna.
Sin tocarnos, hacemos que nuestros cuerpos sean uno, en una banal armonía que conduce a un éxtasis absurdo, los latidos desbocados como una manada de caballos imposibles de parar; imagino brazos inacabables para envolverte, deliras besos al viento que interminables en su recorrido invisible susurran “te quieros”.
Tus miradas desnudan mis deseos de poseerte, y cuando te alejas solo perduran los ecos de tus pasos por el puente, tu perfume helicoidal reparte pistas hacia el camino de regreso.
El telediario matinal detiene el tiempo, tu cuerpo semidesnudo en el suelo, y mis sueños escondidos en el universo del silencio, te vas a un destino sin regreso, y mis ganas de morir por dentro me atropellan como una avalancha escondida en la ladera de mi corazón.
Septiembre. Grito hasta ahogarme, Miranda, Miranda. Espero que en mi interior salte el buzón de voz, para atrapar tus mensajes y repetirlos en mi memoria hasta volver a verte.
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